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miércoles, 12 de diciembre de 2007

"No me queda otra que vivir en la calle"

Vive a un costado del Mercado Central, duerme en las noches tapado entre cartones. Por el día, pide dinero en la Plaza de Armas para poder comer o quizás tomarse algo para pasar las penas de la vida.
¿Me da una monedita? Es la frase que se escucha al pasar por el lado de este hombre. Manuel Vargas tiene 34 años y está en la calle desde los 14. Vivía con su madre, la que murió de cáncer, por lo que, desde muy pequeño tuvo que valérselas por sí mismo. Lo enviaron a un hogar de menores en la comuna de Estación Central, del cual escapó a los tres meses y se puso a trabajar como reponedor en un supermercado.


"Después de escapar del centro, me fui a vivir a la Vega con unos cabros que conocí en las calles y ahí probé de todo, de hecho empecé a robar en el centro para financiar los vicios".


Hoy en día, ese joven de las calles, se refleja en un hombre de cabello sucio, largo y descuidado. Barba de tres días. Cara y manos sucias, como las de un trabajor de alguna mina de carbón, cuando sale a la luz todo manchado con el polvo de este mineral. Siempre vistiendo la misma ropa-un chaleco azul, con hoyos en cada codo, un pantalón café pelado en la rodilla derecha y unos bototos amarillos sin cordones-no deja de reír al minuto de pedir alguna moneda, sonrisa en la cual se dejan ver dos dientes menos, producto de una pelea que tuvo hace un par de años.


"Como están las cosas hoy en día, no me queda otra que vivir en la calle, aquí ya tengo a mi familia, mis amigos, mis perros y todo lo que necesito, aunque no niego que podría estar mejor", comenta en un tono irónico, dejando escapar una leve sonrisa.


Siempre con su fiel cachupín-un perro quiltro que no lo deja solo en ningún momento-se pasea por los alrededores de la plaza, en busca de algún solidario transeúnte le de una moneda-"lo que sea su cariño jefe"-para que cuando junte lo necesario, se vaya a los pollos Tarragona a almorzar y más tarde, volver a pedir para financiar el copetito de la noche. Luego de recibir una moneda, agacha la cabeza, haciendo un intento de ademán y se despide diciendo: "gracias papito (o mamita), que Dios lo bendiga".

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